Llevaba días caminando sin rumbo fijo. Tenia hambre y sed. Me dolían los pies y hasta el alma. Estaba a punto de dejarme llevar por la impotencia cuando me paré en seco a escuchar.
Era agua. Agua que corría, agua, por fin!.
Milagrosamente mis glándulas empezaron a segregar la saliva necesaria para levantar e impulsarme unos quince o veinte pasos.
Música para mis oídos y embriaguez para mis ojos cansados. Todo un vergel se abría ante mi vista como salido de la nada.
Me zambullí en ella y noté como cada célula de mi cuerpo danzaba agradecida liberada por su húmedo y agradable frescor. La sentí abrirse paso entre mi pelo hasta llegar a acariciar cada milímetro de mi agradecido cuero cabelludo. Luego me quedé unos minutos allí flotando, como muerta. El agua me anegaba los oídos y sólo podía escuchar mi corazón, el rumor sordo del agua y alguna burbujilla errante. Qué paz. Gracias.
Lloré. Bebí también. Y lloré más. De cansancio, de agradecimiento, pero sobre todo de sentirme en comunión con la vida.
De pronto lo comprendía todo: todo estaba donde debía estar.
Desde entonces le soy fiel.
Aunque a veces me cueste entenderla.
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