Cada vez que me aventuro a escribir desde hace un tiempo, hay una palabra que acude a mi mente la primera: resquebrajada.
Pienso en ella y en cuales pudieran hacerle compañía, pero todas las
imágenes que me vienen representan algo que no sólo está roto sino que
de alguna manera esta hecho añicos.
No me inspira.
Otras veces veo un resto de madera mal partido, con salientes puntiagudos de diferentes grosores y medidas.
No me resulta nada agradable.
La mayoría del tiempo acabo pensando en mí.
Como si en realidad ese trozo de madera fuese yo.
Entonces imagino cómo en mi afán de devolver la vida a cosas
aparentemente inertes, recojo el trozo de madera con cariño y lo voy
observando.
Primero lo pongo en un sitio, más tarde en otro. Pruebo
si está mejor apoyado o si se me ocurrirá imaginar con él una pieza
única que pueda servir de apoyo o funcionar también perfectamente de
forma autónoma.
A veces, la mayoría, me cuesta decidirme porque estoy convencida de que ella me dirá en qué se quiere reconvertir.
Porque intuyo que tiene espíritu y sé que éste nunca muere. Sólo se reconvierte.
Mientras tanto, con una lija muy fina voy arrastrando mi mano por sus bordes punzantes hasta que quedan suaves.
A continuación limpio delicadamente los restos de polvo y después de
lavarme las manos echo en ellas un chorro de aceite. Luego de
frotármelas para que se extienda bien, le doy un masaje por todo.
Procurando que el bálsamo alimente cada poro igual que el calor de mis
manos.
Y ya sólo con eso parece otra...
Lo que me hace llegar a la conclusión de que si esa palabra estaba en mi mente es porque tenía que escribir este cuento.
Porque ahora en vez de verla como un final, la veo como el principio.
Y yo evitándola por todos los medios...
Es curioso el pensamiento a veces.
A partir de ahora tendré en cuenta a las palabras que quieren ser dichas o escritas. Aunque en principio no me gusten.
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