Me senté en la piedra más grande y más plana que encontré a la orilla del río. Y allí estaba tan pancha, cuando escuché un sonido diferente al del incansable rumor del agua.
Busqué con la vista y allí, escondida entre unos juncos estaba. Una encantadora ranica azul con unas pestañas súper largas. La miré, y pareció que me guiñaba un ojo. A los dos segundos volvió a hacerlo. Fue cuando me convencí de que era un príncipe verde metido dentro de ese cuerpo travestido. Vete tú a saber por qué hechizo, invocado por alguna bruja despechada. Seguro.
Sin perder tiempo la cogí, y le di un morreo como los de los finales de las pelis: con lengua y todo.
Casi automáticamente me empezó a quemar la lengua y un sarpullido espantoso,, hizo desaparecer mis labios para extenderse por ellos y hacerme parecer yo misma, pero más fea.
- Eres lo peor. Y encima sabes fatal. Vienes por aquí dándotelas, y no eres ni mi príncipe verde,
ni nada. Sólo una puñetera rana azul común de pestaña larga. Me voy, hala!- y fuíme.
Me fui corriendo a urgencias para que me antidotaran en lo posible. Me atendió un joven mancebo que muy amablemente me puso una inyección en tol culo, que dolió mogollón... Así que me puse a llorar mucho mucho mucho, pero no desconsoladamente. Y me invitó a cenar. Ancas de anuro. Y como era majo nos enrollamos como caballitos de mar toda la santa noche esa y la siguiente y la siguiente, hasta hoy.
Por primera vez en la historia de los cuentos contables, la rana no salió príncipe y el príncipe no salió rana.
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