Ya ni siquiera me entretenían esas series policiacas americanas en las que el crimen era principal protagonista.
Ni los más truculentos asesinatos múltiples, con sus pruebas de adn,
ruedas de reconocimiento, luminol y espectrógrafo de masas incluido,
lograban sacarme de esa abulia mental en la que me había instalado
parecía que indefinidamente.
No podía ser. Tenía que hacer algo...
Así que sin pensarlo demasiado, abrí el armario del abuelo y me colgué
uno de sus preciados tirabiques al hombro después de comprobar que tanto
el cuero como la goma quirúrgica estaban en perfecto estado. También
cogí un saco de canicas de las gordas que guardaba celosamente en un
saquito, dentro del cajón de los calzoncillos, al fondo.
Y abrí la
puerta como febril, dispuesta a hacer por fin realidad todas esas
imágenes que, hasta ese momento, sólo eran películas reales en mi
cabeza...
No sabía cómo acabaría todo, pero de momento me sentí poderosa... Muy muy poderosa.
Seguro que como otras veces, la realidad iba a superar con creces la ficción...
Y no me faltó razón...
Me fui primero a entrenarme y en un lugar apartado apunté fijamente al
cristal de una farola. Con tan mala suerte que le di al metal, la canica
rebotó en él, y se volvió rápidamente hacia mi, quedándoseme incrustada
justo entre ceja y ceja.
Total, que ya no sé si estoy viva o muerta, porque desde entonces tengo lagunas y no sé muy bien qué hago por el Tibet.
Ni porqué me llaman Reencarnación. Creo que así se llamaba mi abuela.
Tengo un poco de lio.
Y la túnica esta naranja no abriga nada.
Y estoy harta de comer arroz.
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