Cae la lluvia en noche clara y las pequeñas farolas de luz mortecina y
amarillenta se reflejan como espejo en el suelo que la repele.
Silencio, sensaciones, sombras y luces.
Y vuelvo a salir de mi cuerpo convertida en luz alada y bailo alrededor
del árbol que me da la vida, mientras sus hojas puntiagudas peinan mis
tupidas alas y hacen un tatuaje dibujando sus raíces en mi espalda.
Me detengo en una rama. Las heridas escuecen pero siento el dolor con orgullo. Porque ahora sus raíces también son las mías...
Después de un rato, salgo a volar bajo la lluvia y noto cómo en
contacto con ella mis heridas sanan rápidamente. Ya no hay dolor.
Entonces soy consciente de que no sólo me ha regalado un tatuaje sino
que a través de él siento la energía de todos los que se fueron los que
están y los que vendrán.
Las raíces. Esas que de extenderse nos harían a todos primos hermanos.
Esas que si las dejas crecer se alargan y retuercen hasta lo indecible
para encontrar un poco de alimento que las haga ser más grandes y más
fuertes.
Para dar más sombra y que bajo ella otros puedan crecer.
Para generar más oxígeno y que todos podamos respirar más y mejor.
Porque respirar aire sucio produce pensamientos envenenados.
Es hora de volver.
El aire fresco llena mis pulmones. Respiro hondo mientras escucho el rítmico y pausado canto de esta lluvia de verano.
Entrar de nuevo en ese cuerpo despatarrado en el sofá, móvil en mano no es una imagen que me seduzca demasiado.
Pero tengo que hacerlo.
Porque la solución de todos los enigmas está en su raíz.
Me lo han susurrado las ramas árbol que me da la vida.
Y yo le creo.
Relámpagos. Rayos. Truenos.
Ya he vuelto.
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