Hacía tiempo que me rondaba en la cabeza la idea de aparecer en un país desconocido sin identidad y sin pasado.
Llevaba planeándolo cierto tiempo, y aunque no tenía garantía de que la cosa saliera bien decidí por fin tirarme a la piscina.
Calculé que para escribir el libro con tres meses de experiencia bastaría.
Decidí irme a un país donde no entendiera el idioma para que la
historia me resultara más fácil de interpretar. Dusseldorf me pareció
perfecta.
Y comencé mi viaje. Desde el momento que puse el pie en la
calle empecé a ser muda. Yo había calculado que al pasar el tren la
frontera o al bajar en la estación, alguna autoridad se daría cuenta de
que no llevaba documentación, y ahí empezaría mi ausencia de identidad
total. Entonces, como yo no hablaría ni reaccionaria ante ninguna
cuestión que me preguntaran, tendrían que decidir qué hacer conmigo y
ahí comenzaría la auténtica aventura.
Pero eso era en mi cabeza.
Porque en realidad nadie me pidió el pasaporte en ningún momento. Así
que muda , sin identidad y con cincuenta euros en el bolsillo salí de la
estación imbuida por una sensación verdaderamente extraña.
No soy nadie, pensé... y sonreí.
Lo primero que hice fue dirigirme al primer bar que encontré y comerme
una salchicha enorme y una pinta de cerveza que pedí por señas.
Estaba para chuparse los dedos. Una vez que estuve con el estómago
lleno, me pareció bien salir de allí y desmayarme en mitad de la calle
dos o tres manzanas más abajo.
Y así lo hice. Estuve haciéndome la
desmayada en el suelo como unos diez minutos antes de que decidiera
abrir una rendijilla el ojo y darme cuenta de que la gente pasaba a mi
lado sin ni siquiera reparar en mí . Nadie miraba hacia el suelo, y los
que miraban hacían como que no hubiera nada que ver. Así que me fui
levantando poco a poco hasta que conseguí erguirme del todo y
desaparecer entre las calles.
nia identidad, ni dinero y estaba en un país
extraño. Empezaba a hacer bastante frio y no tenía dónde dormir. Los cincuenta euros duraron
exactamente dos días. Los que estuve compartiendo con un par de
alcohólicos desheredados y dejados de la mano de Dios y de los hombres:
Hans y Walter. Yo seguía sin hablar, pero ellos me acogieron igualmente
en su banco. Nos comunicábamos por señas. Ahí empecé a darme cuenta de
que la barrera idioma en una situación límite no existía para lo
esencial.Compartimos comida y tragos hasta que se acabó la pasta, y
luego cada cual cogió su camino.
La cosa no estaba resultando tan fácil como parecía cuando lo pensaba cómodamente desde mi casa.
Ahora era muda, hacía frío y no tenía dinero ni dónde dormir...
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