Cuando siento que la vida hace amago de superarme, voy y me siento en la
cocina. Me enciendo un pitillo y lo miro de arriba abajo. Lleva ahí
desde pequeño. En el mismo sitio. Sin moverse. Sólo sus enormes raíces
que han ido horadando la tierra para proporcionarle parte de su
alimento.
Cuando era más chiquito su fina cinturilla se movía dócil al compás del viento.
Pero de eso hace más de cincuenta años...
Ahora sus enormes raíces sobresalen entre la hierba que lo rodea y sus
grandes e imponentes ramas se pueden observar desde mi balcón. Es más
alto que el edificio donde vivo. Más de cinco pisos.
Y me quedo
observando cómo ahora son sus colosales brazos y no su gran cintura los
que bailan en coreografía invisible con las sinuosas corrientes de un
aire caprichoso.
Qué no habrá visto y oído. Cuántos inviernos y
veranos hasta conseguir esa gruesa capa de piel rugosa que lo protege de
toda inclemencia, menos de la del rayo.
Intento sentirlo y que me sienta. Me transmite calma, fortaleza y paz.
Y me doy cuenta de que en la vida hay compañeros silenciosos que
siempre están ahí y a los que nunca les agradezco, aunque sean tan seres
vivos como yo.
Mi querido abeto no va a leer esto, lo sé. Aunque
espero que le llegue mi buena onda igual que a mi me llegó la suya desde
el primer momento en que lo vi.
Fue amor a primera vista.
De ese inevitable.
Qué le vamos a hacer...
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