Y me fui a pasear. Caminé durante un rato hasta que llegue al pie de San
Cristóbal. Allí me senté en una piedra y comí una manzana y un plátano.
Y bebí como medio litro de mosto rojo. Todo esto mirando al horizonte
del atardecer bañado en naranjas y rosas claros y más oscuros.
Cuando hube terminado me levanté y alcé los brazos en cruz mirando hacia arriba y respirando hondamente.
Entonces imaginé unas alas blancas naciendo entre mis omoplatos. Comencé a notar su
peso y su gran envergadura. Una especie de cosquilleo me recorría el
centro del estómago y una placentera sensación de libertad plena.
El proceso debió durar calculo que de quince a veinte minutos, y cuando finalizó me sentía de maravilla.
No podía creer que tuviera alas, aunque podía notarlas perfectamente asumidas por mi metabolismo.
No quise mirar hacia atrás, ni siquiera intentar tocarlas. Seguí
caminando hacia la cima y allí en el fuerte, donde a tantos
desaparecidos arrebataron la memoria siendo enterrados en fosas comunes,
decidí abrir mis preciosas alas y dejarme llevar planeando entre las
corrientes.
Al principio fue la sensación de cuando bajas una cuesta
a toda velocidad en una montaña rusa. Ni siquiera me atrevía a abrir
los ojos. Sólo dejarme llevar por esas alas blancas y ahora ligeras que
se conducían de maravilla entre los flujos de aire y las nubes.
Pasados unos minutos opté por abrirlos. Pensaba que me llorarían, pero
no. Era como si una capa de fino cristal cubriera mis retinas.
El
espectáculo era indescriptible. Fui dejando abajo las luces de la ciudad
hasta que se convirtieron en unos diminutos puntos luminosos. Fijos
unos y otros parpadeantes. De pronto el cielo parecía estar abajo y el
suelo desvanecido entre brumas.
Estoy tan feliz... No tengo hambre, ni sueño, ni miedos. Ni frío ni calor.
Sólo estoy en paz...
Si alguien me busca o me necesita, decidle que enseguida no bajo, pero que bajaré tarde o temprano.
Básicamente porque nada es para siempre. Ni siquiera mis preciosas alas blancas.
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